Las olas nos arrastraban a la orilla una y otra vez. Cabezas que salían de la blanca espuma de las olas, cabalgando sobre el pecho hasta la orilla. Más de una vez, nuestras barrigas rozaron sobre la arena, llenándose de pequeños puntos de sangre. Pero no importaba. Una y otra vez, volvíamos al agua. Por una nueva ola. Por llegar los primeros a la orilla. Por ser los que más lejos llegaran.
Hoy hemos vuelto al agua, como tantas veces. Pero ya no es lo mismo. La corriente me arrastra cada vez que levantó un pie del suelo. Intento volver a dentro, pero no puedo. La corriente me empuja a la derecha. El agua me arrastra, como una boya. Por mucho que nade, nada. No hay manera.
Y es que ya se sabe: camarón que no nada, se lo lleva la corriente… y en mi caso, “boya que no se ata….” ¡y que de agujetas!. Nos hacemos viejos. Muy viejos.
