Sarverius había abandonado el lugar en el que se encontraba, había enviado al búho para que le informará del estado de la batalla, mirando a través de sus ojos para saber que ocurría en cada momento y lugar. Había numerosos guerreros de Frikigard batiéndose contra los esqueletos y los guerreros más experimentados. Pudo ver a Setsuna y notó su indecisión. El guerrero ciego, dudaba entre correr hasta el templo de Quarion o el Palacio Real, pero los sonidos que llegaban le indicaban que aquello no sería posible. Había escuchado lo que decían sus enemigos, y eso confirmaba sus peores temores: el ataque al cementerio no era más que una fachada. Pese a todo, pese a sentirse engañado y estúpido por no haberse dado cuenta se preparó para la lucha. Sabía de sobra que esa era la única posibilidad de supervivencia.La excepción parecía ser el clérigo Akad, cuya figura imponente guiaba a decenas de fieles hacia el templo de Heironeus. Lo propio parecía hacer un pequeño sacerdote hobbit, Quarion. Guerreros de diversas razas se dirigían a la plaza principal, algunos otros parecían ir hacia el cementerio. El elfo fue hacia las murallas, a ver si podía encontrar un guardia que le explicase todo eso. En efecto, había un pequeño grupo de soldados cerca de los lindes de la cuidad.
-Están atacando Frikigard– la voz del soldado estaba quebrada y sus ojos miraban al exterior de la ciudad.
Nimrandir se acercó a las almenas y comprendió que el guardia tenía razón. Ruidos metálicos, gritos y carcajadas provenientes de las afueras… una visita al tejado más cercano lo despejó de toda duda. Fue hacia los hombres, y les pidió que no cayeran en la desesperación
-Buscar a todos los hombres dispuestos a luchar que podáis encontrar –Sarverius sonrió al escuchar aquellas palabras resonando en su mente. El elfo se ponía al frente de la defensa de la muralla y lucharía por la ciudad.
Sus ojos, volando en la oscura batalla, vieron a otros guerreros enfrascados en la lucha: Actaeon, Robbel, Sha’ab, Evincar, Setsuna, Hook, Bloody… eran muchos los buenos hombres que estaban dispuestos a dar sus vidas en una guerra de la que nada entendían. No eran más que fichas en tablero de ajedrez movidas por manos ávidas de riquezas y de poder. Y, lo que era peor, de odio irracional entre dos hermanos condenados a vivir o morir el uno con el otro.