Y que quieren que les diga, su sinceridad me llegó al corazón. No porque hubiese leído el relato –no lo hizo, demasiado largo- sino porque ha pasado todos los días por aquí para leer lo que escribía. Así que le voy a hacer caso, y les voy a contar una de esas anécdotas de ese colegio que tanto nos gustan a nosotros. El Guadalete, recuerden, para que nos vamos a andar por las ramas a estas alturas, cuando todos pueden ver mi rostro y saber mi nombre.
Para los que no sepan cómo era el colegio, les diré que se separaba en varias dependencias: el edificio principal, la capilla, el comedor, el edificio de oficinas, la biblioteca y BUP, y el lugar maldito: el gimnasio. El reino de D. Damián. Y allí, en aquel lugar, tuvo lugar lo que ahora les narró. Teníamos por aquel entonces un profesor, no diré que era bueno ni malo, no me dio clase. Solo diré que se llamaba José María, pero que sus gestos y actitudes hicieron que se ganase el cariñoso apodo de Marijose.
Yo lo vi llegar desde donde estaba, apoyado en la pared junto a Florentino y el Cabeza, esperando que Lacueva terminase para irnos a clase. Él llegó rápidamente hasta allí, observó el interior antes de preguntar si había alguien. Lacueva respondió que sí, que estaba él, que ahora salía. Y salió. Y no había puesto un pie fuera de la puerta cuando la mano de Marijose voló hacia su rostro. Mi amigo quedó compungido, hasta conmocionado por el golpe, mientras dos lagrimas corrían por su mejilla.
-¿Qué hacías ahí?
-¿Mear?
Lo dudó. Yo también lo hubiera hecho si, como le pasó a él, y ante el asombro primero y burla después de todo el patio, hubiera recibido un guantazo solo por salir del baño.
¡Qué tiempos aquellos! Entonces todavía te podía partir la cara un profesor por nada. Ahora, cuando somos nosotros los que podríamos dar clases, suele pasar al revés.