Uno de esos experimentos consistió en valorar la resistencia de un saltamontes a la explosión de un coctel molotov casero. Como se imaginarán, aquello que nosotros llamábamos coctel molotov no tiene nada que ver con esos que explotan de verdad. No era más una botella de coca-cola, con algunos productos químicos y unas bolitas de papel albal. Y el resultado fue mejor de lo esperado. La explosión fue lo suficientemente fuerte como para que los vecinos llamasen a la seguridad. Y para que una mancha negra quedase impregnada en la esquina donde la botella se convirtió en una bola de fuego y plástico.
Pero lo mejor fue que el pobre saltamontes sobrevivió. No pregunten cómo. Pero lo hizo. Salió volando junto al tapón de la botella y cayó a varios metros de distancia de su lugar de origen, y cerca de nosotros. Corrimos en busca del animalillo, intentando comprobar su estado. Respiraba, como les digo, estaba vivo. Pero había perdido varias patas.
-¡Joder, es Irene Villa!- gritó alguien.
Desde entonces, aquel saltamontes ha quedado vivo en nuestro recuerdo, como símbolo del humor macabro que nos acompañó durante la infancia y de los buenos momentos que pasamos en aquellos años.