El 1 de febrero de 2008 sufrí una experiencia traumática. Fui atacado por una banda de cuatro salvajes, que me obligaron a correr hasta caer exhausto en el fangoso suelo. Allí, tumbado entre el barro, soporté estoicamente sus saltos y volteretas sobre mi cuerpo. Hasta que mi pecho dijo basta. Comencé a lanzarlos lejos de mí, con más pundonor que eficacia, pues siempre volvían. Solo pararon sus ataques cuando el líder de los salvajes se puso sobre mí, mirándome con aire triste, mientras ordenaba a sus secuaces detenerse. La mirada asustada de mi sobrino mayor, viendo como su tío no podía seguir jugando con ellos, me hizo poner mi vida sobre una balanza. El resultado fue penoso. Tres días después acudí al médico con mis 120 kilos de peso.Pero hoy quiero dar las gracias. Las gracias a los que han estado a mi lado todo este tiempo. A mis padres, mis hermanos, mis amigos. A esos que cuando llegaba a un bar me reñían por pedir una tapa o una cerveza. A esos que me decían, “vamos andando” y no cogían el autobús. A esos que antes me decían “estás más gordo” y ahora me dan un golpe en la espalda antes de decir “estás más delgado, pero aún queda”. A esos que animaban diciendo: “cuando adelgaces serás el más buenorro del grupo”… a todos ellos, por tanto, gracias y seguir a mi lado.
Y a mi endocrino, ¡mamón, rebájame la consulta!