Las puertas se abrieron poco antes del amanecer, caminamos despacio por caminos de contrabandistas hasta llegar a un pequeño recodo en las murallas de la villa. La ciudad, bulliciosa como también lo era Cádiz, se nos antojaba silenciosa a esas horas; como si hubiera decidido cerrar sus ojos y adormecerse para permitirnos entrar por la pequeña poterna que nos franqueaba el paso. Nadie nos esperaba al otro lado, y avanzamos por las callejuelas atentos a los ruidos que rompían el intenso y extraño silencio que nos rodeaba. Jamás había recorrido aquellas calles, durante el día abarrotadas, tan vacías como ese amanecer. Fijé mi mirada en Diego, sabiendo que él no traicionaría mi confianza pero temiendo que sus enemigos —pues él como yo los tenía— hubieran descubierto nuestra argucia. La intranquilidad también crecía entre los míos, y sus ojos bailaban entre las sombras y las luces, que formaban extrañas siluetas al amanecer, creyendo ver en ellas a seres imaginados. Pero nada detuvo nuestro camino y, de pronto, Diego paró frente a una gran puerta de madera. Un solo golpe en ella fue suficiente para que se abriera y pudiéramos entrar en a un jardín florido con arboles frutales enmarcando un estanque, coronado por una fuente, en el que la luz del sol, que ya se colaba sobre las azoteas del palacio, reflejaba en los peces que nadaban en sus aguas. Era un paraíso, donde el agobiante silencio de las calles se transformaba en paz de espíritu y no pude más que dar gracias a Nuestro Señor por haberme llevado hasta allí.
Pero nada es lo que parece en nuestro mundo, y la paz se tornó en ansiedad cuando las puertas interiores del palacio se abrieron y apareció un hombre de sobra conocido por mí: Abdul Hamman. El tiempo había transcurrido desde nuestro primer encuentro: entonces ambos navegábamos bajo pabellón pirata y al servicio de otro capitán; ambos éramos jóvenes y ansiábamos experiencias y vivencias, tesoros y aventuras. Y ambos vimos en el otro un rival a batir en el campo de batalla y sobre la cubierta de La Besada. Después, la vida nos condujo por caminos diferentes: yo me convertí en el lugarteniente del Macho Cabrío y Hamman volvió a Berbería. Ahora nos encontrábamos de nuevo y ni sus largas barbas rubias ni el turbante que cubría su larga cabellera podían esconder unos profundos y terribles ojos verdes que decían más de lo que debían; que mostraban los años pasados en la mar y en la guerra. Ojos temibles que hablaban de atroces acciones. Bien lo sabía, pues también yo había cometido pecados que jamás deberían ser perdonados a ningún hombre. Se detuvo frente a mi, como si tratará de dilucidar si aquel que tenía ante él era su viejo rival en la mar; o, quizá, simplemente me estudiaba como yo lo hice con él.
—Sabaju al-jair, Fernán —me habló con un acento suave, casi cantando, en su lengua natal.
—Sabaju al-jair, Hamman —le respondí torpemente—. No esperaba encontrarme ante vos, pero si Diego confía en vuestra persona tanto como para traerme a vuestra casa, entonces también yo pongo mi vida en vuestras manos.
Me abrazó y tomó mis manos entre las suyas, símbolo de amistad y confianza, y con ellas entre las suyas, me dirigió al interior del palacio hasta una estancia repleta de cojines y alfombras. Nos sentamos en el suelo, sin mediar más palabras entre nosotros que los saludos dados y así permanecimos hasta que Hamman indicó, con un gesto de cabeza, a los hombres que nos debían servir, que había llegado el momento de marchar.
—Decidme, Fernán —el acento se troncó bronco al hablarme en mi lengua—, ¿qué os trae hasta mi casa? Nada me ha dicho Diego de vuestra misión, más que deseáis comerciar en esta mi ciudad.
—Así es —me costaba confiar en él, pero no tenía otra opción si deseaba cumplir la misión que la reina había depositado en mis manos —. Más busco quién me conduzca al sur, a Gao, pues mi reina Isabel desea entablar contactos con el reino negro.
—Puedo ayudaros, amigo —la palabra me resultó extraña al venir del moro—. En tres días enviaré caravana al sur y podréis uniros a ella. Pero no será barato…
—Lo supongo —no le dejé continuar, pues su oferta, por alta que fuera, solucionaba mi marcha hasta Gao antes de lo esperado—, pero no habrá problemas por ello.
—Quedaos en mi casa estos días, Fernán. Sois mi invitado y estaréis a salvo de todo mal.
Acepté su invitación sabiendo que era mi única opción ya que si hubiera negado su hospitalidad nada podría evitar su ira. Habían pasado los años y habían cambiado las formas, pero su fama le precedía: cruel y violento, irascible e imprevisible. Hoy me aceptaba bajo su protección, quizá mañana decidiera que mi cabeza merecía precio; pero nada podía yo hacer más que encomendar mi vida a Dios Todopoderoso. Eso hice al llegar a mis aposentos, arrodillado bajo junto a aquel arcón que era mi cruz terrenal, la que debía portar sobre mis hombros para purgar mis pecados pasados. Pero, a la vez, la llave para dejar atrás lo que fui y labrarme un nuevo futuro para mi y mi hijo, un futuro alejado de la guerra y la vileza de los hombres que viven de la rapiña en la mar. Tres días, solo tres días debía mantenerme a salvo en aquella casa. Tres días para partir a lo desconocido.